Mohammad sostiene el cuaderno con la mano izquierda y el bolígrafo azul con la derecha, como si fuera algo obvio, natural.
El aula está desnuda: una pared blanca atravesada por una franja azul descolorida, sillas de plástico, una mesa tambaleante puesta de cualquier manera. Y él, con la camisa de mezclilla clara abotonada hasta el cuello y el cabello negro cuidadosamente peinado hacia atrás, parece sentado en el lugar más hermoso del mundo.
Sonríe mientras escribe, mostrando los dientes un poco torcidos de un niño que crece rápido. Sobre el pupitre tiene un cuaderno espiral, un libro abierto y algunas hojas sueltas: el desorden justo de quien está comenzando a vivir de nuevo. Mohammad viene de un pueblo del norte de Alepo. Cuando habla de su casa no usa adjetivos grandilocuentes: dice “nuestro patio”, “las ovejas de mi padre”, “el camino hacia la escuela”. Luego añade, sin cambiar de tono, que un día las bombas empezaron a caer demasiado cerca. Dejaron el pueblo porque quedarse significaba –probablemente– morir bajo el próximo ataque.

Una bomba lo hirió en la cabeza; dos meses en el hospital de Alepo le enseñaron quizá el aspecto más difícil para un niño: tener tiempo y no saber cómo llenarlo. La guerra, para él, no es solo destrucción. Es el año –o los años– en que la escuela desaparece de la vida. Cuando la familia logra estabilizarse en la ciudad, el derecho a estudiar se enfrenta a clases superpobladas, programas interrumpidos, profesores inalcanzables. “En la escuela es difícil hacer preguntas”, dice. Y en esa frase está toda la diferencia entre un lugar donde se sobrevive y un lugar donde se crece.
Por eso Mohammad y su hermana Ghina acudieron a un centro educativo apoyado por Pro Terra Sancta en Alepo, uno de esos proyectos que recosen el frágil tejido del posguerra partiendo de los niños. Allí los recibieron incluso antes de la inscripción formal en la escuela, explicando que recuperar no es una carrera sino un camino. Durante los primeros meses Mohammad hablaba poco. Se inclinaba sobre las hojas y dibujaba animales con una precisión obstinada: la pata de un perro, el hocico de una oveja, el perfil de un gato. Lo hacía sin hablar, como si el silencio fuera una forma de protestar contra las injusticias que comenzó a sufrir desde pequeño.
Hoy llega siempre temprano. El lápiz está corto, gastado, pero lo guarda en el bolsillo como un amuleto de la suerte. Estudia ciencias con entusiasmo, hace preguntas sin parar, y cuando entiende algo, sus grandes y oscuros ojos se iluminan, los mismos que ves en las fotos. Quiere ser veterinario. No porque suene bien, sino porque ha visto a su padre cuidar del rebaño con manos pacientes y recursos humildes, y porque para él cuidar a los animales significa, al fin y al cabo, volver a cuidar de su propio pueblo, aunque ese pueblo hoy sea un lugar al que no puede regresar.
Ghina lo cuenta con palabras sencillas: en el centro han aprendido a superar las dificultades y a no dejarse perseguir por los peores recuerdos. No es un milagro, es educación. Significa poner orden donde la guerra ha desordenado todo: los números, las letras, pero también la confianza, la capacidad de imaginar el mañana. Dentro de esas aulas, antes de estudiar, los niños vuelven a sentirse seguros. En una Siria donde el futuro a menudo es un concepto abstracto, un pupitre y un maestro que te escucha se convierten en una forma concreta de renacimiento.
Mohammad cierra el cuaderno y te muestra un dibujo: su familia bajo un cielo limpio. No es nostalgia. Es proyecto. Es la prueba de que, cuando un niño vuelve a estudiar, no solo recupera lecciones perdidas: recupera la libertad de elegir quién quiere ser.











